viernes, septiembre 12, 2014

HOTEL MARLOWE (Capítulo Cinco)


Quba no se sorprendió con lo que se encontró en la habitación 105. No tenía más de 19 años, pero ya había visto más de lo que muchos habrían considerado permisible para mantener la cordura.
Le indiqué con la mano que se mantuviera en un rincón. Lo que necesitaba de ella tenía que esperar hasta que encontrara algo que sabía que no podía estar muy lejos.
Me tumbé en el suelo, justo en el límite de las manchas de sangre, procurando no tocar nada. Lo que buscaba estaba junto a la cama, en el suelo.
Si quería cogerlo, debía pasar sobre la sangre, evitando contaminar las pruebas y hacerlo rápidamente. Yo no podía hacerlo, pero Quba sí. Bastó una señal para que saltara como un resorte, moviéndose como si fuera una brisa, una hoja mecida por el viento. Ligera, rápida. Y llegada el caso, mortal.
En unos segundos, sin saber muy bien cómo lo hizo, depositó el trozo de tela en la bolsa que yo sujetaba.
Lo comprobé a contraluz. Era un trozo de pañuelo de tela. Algo extraño, pero que sabía que estaría por allí. En el Marlowe dejaban uno de cortesía junto a los elementos masculinos. Maquinillas de afeitar y esas cosas. A los dueños les gustaban estos detalles. Daban prestigio al lugar.
Y ayudaban cuando se producían cortes.
Supuse que por mucho cuidado que hubiera tenido el asesino, se habría manchado, aunque fuera un poco. Era lógico que utilizara el pañuelo para limpiarse.
O tuve suerte, que también podría ser.
Esperaba que Doc pudiera conseguir muestras de la epidermis del bestia que hizo esto.
Pero esto no solucionaba el gran problema. ¿Era el asesino que había provocado este estropicio el que había matado a Shantia y a su cliente? Y si lo era… ¿Cómo lo había hecho?
Me arrodillé, de nuevo en el límite de la sangre, y miré a mi alrededor. Había algo que se me escapaba.
Quba se dio cuenta, y se situó, silenciosa, a mi lado. La vi balancear su cabeza, como hacía siempre que se concentraba en algo. Su mano tocó mi brazo, mientras señalaba el reguero de sangre que llevaba hasta el lavabo.
Afiné la vista, pero al principio ni vi nada. Necesité que ella saltara hacia la pared donde señalaba, tocando el suelo apenas con los dedos de los pies y marcando con un gesto el lugar adecuado.
Un borde extremadamente recto marcaba el lugar donde alguien, decididamente ágil y habilidoso, había apoyado su pie para dirigirse hacia el servicio. Alguien que, pese a todo, no podía igualar a mi chica.

Alguien había ido hacia ese lugar, y siendo el que comunicaba con el servicio de la otra habitación, seguro que había pasado por allí.

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