lunes, julio 10, 2017

LOS NUEVOS

— ¿Has visto a los nuevos?
— ¿Uhm?
— Si, mujer. La patrulla esa nueva que se han montado ahora. La chica del XIX, el peludo del XVI y el enfermero ese de ahora.
— Algo me han comentado. El enfermero es mono, pero el tercio impone. Una barbaridad.
— Algo te han comentado. Como si no los hubieras radiografiado ya a conciencia.
— Bueno, chica, me los encontré ayer, que volvían de una misión con los gabachos en la Guerra de la Independencia, con los bandoleros o no sé qué.
— Uy, sí, que tuvieron que enviar a un equipo médico de urgencias. No sé a quien le pegaron un tiro, pero me dieron la ropa para lavar y no veas que escabechina.
— Es que son unos bestias. Van ahí, a salvar a la historia y se meten en cada lío. Que digo yo, que si ya ha pasado, pues ya ha pasado. ¿Qué más da?
— Que no te enteras… Que si nosotros pode…
— ¿Nosotros?
— Bueno, ellos.
— Sí, ellos, que nosotras nos quedamos siempre aquí, a limpiar los desastres que hacen y no nos dejan ni cruzar una puerta para ir a un concierto de la Rocío.
— Ay, LA MÁS GRANDE. Cómo me gustaría ir a ver el concierto del 93, en Estepona. Allí conocí a mi Manuel. Ay… Qué tiempos.
— Pero, ¿qué dices, loca? Si tu Manuel se bebía hasta el agua de los floreros y se lió hasta con la del tercero, que mira que era fea, antes de irse.
— Ya, pero… ¡Qué guapo estaba entonces! Con su melena, ese “sigarrito” colgando de los labios y esa mirada de bicho. Y como me ponía cuando…
— ¡YEP! Hasta aquí puedes leer. No me interesa saber nada de eso. Que te pones “achicharrá” y todavía quedan tres pasillos que limpiar.
— ¿Tres? Joder, yo creía que ya habíamos acabado casi.
— Sí, casi. Solo nos queda del 1983 al 1627. Así que apechuga o tendremos que meternos por una puerta para acabar a tiempo.
— Bueno, podríamos pillar la de Estepona.
— “Estaesponja”, te hace falta a ti, que mira como han dejado el marco de esta puerta. Si es que van como locos por el tiempo y lo ponen “toíto” manchado de sangre.
—  ¿Crees que será del tercio?
— ¿Qué tercio? ¿Ahora quieres una cerveza, con lo que nos queda?
— Que no, burra. El nuevo, que es un tercio de Flandes.
— Mira, pues no lo sé, pero tira p’alante que nos dan las cinco y aquí ya no queda nadie.
— Claro, como que viajan por los años"p’arriba" y "p’abajo", pero la hora no la perdonan. A las tres, todos fuera.
— Funcionarios…
— Hasta el tercio, ains…
— Hasta el tercio y hasta el octavo. Va, que se hace tarde. Coge el mocho y dale ahí.

sábado, julio 08, 2017

El sótano

EL SÓTANO
Tengo que bajar al sótano. No suelo hacerlo, porque me aterra bajar esas escaleras, oscuras, inseguras. Cuando tengo que hacerlo, bajo muy poco a poco, despacito. No,  no tiene la más mínima gracia. Cada escalón produce ese desagradable crujido que sube por mi pierna y que hace estremecer mi espalda. Es algo horrible.

No me atrevo a encender la luz porque no soporto ver lo que se esconde  en ese horrible lugar. Puedo sentir cómo se mueven en la oscuridad, ocultándose entre los muebles y observando cómo bajo, aguantando la respiración y siempre pendiente de ellos. No puedo soportar verlos. Nunca he podido.

Mi abuela sabía que estaban ahí, pero ella bajaba sin miedo y ellos lo sabían. Los había dejado ella. A veces, me pedía que le ayudara a alimentarlos y me hacía bajar hasta donde los escondía.

“Nadie debe saber que están aquí, mi niña”. Me decía una y otra vez. Y aún sabiendo que era un terrible secreto, me obligaba a acompañarla para que su hambre no provocara ningún problema. Los oía incluso antes de que la vieja bombilla del techo ofreciera su tenue luz y permitiera que los viéramos, en sus jaulas, mirando con esos ojos voraces.

El sótano siempre me había provocado rechazo, pero tras bajar con la abuela, todavía más. Me aterraba. Respiré con fuerza y así el pomo de la puerta para abrirla. No lo hice inmediatamente. Esperé unos segundos, pero a mí me parecieron horas y abrí la puerta.

Tengo una linterna en la mano. Me permite decidir qué quiero ver y que no. Si alguno de ellos se acerca le alumbro y huye despavorido, pero si no se atreven a hacerlo, no tengo que verlos. Se mantienen al margen y no me molestan. Es importante que mantenga la calma en todo momento, aunque me resulta imposible.

Ellos lo saben. Lo saben y me ponen a prueba constatemente. Pero hoy tengo que bajar.

Enciendo la linterna y alumbro hacia abajo. No veo nada preocupante, pero sé que están ahí. Han escuchado la puerta y saben que voy a bajar. Desde que murió la abuela, solo mamá baja de vez en cuando, dejando comida para varios días. Y no les molesta más.

Me toca bajar. Un paso. Crac. Otro paso, otro escalón. Crac. El tercero, curiosamente, no suena. Para compensar, el cuarto parece que se va a partir.  El sonido hace que me pare y contenga la respiración. ¿Se ha movido algo abajo? Seguramente.

No los veo, pero siento como clavan sus ojos en mí. Esperándome.

Hago acopio de un valor que no sé si tengo y continúo bajando por las escaleras. Un paso. Otro más. Los crujidos de la escalera me acompañan hasta que alcanzo el gres del suelo. No es rugoso, sino liso y cuando se moja, con agua o con las secreciones que ellos sueltan, puede hacer que resbale.

No noto nada extraño, así que avanzo con cuidado. La tenue luz de mi linterna recorre el espacio que se abre ante mi. No se ve nada raro, así que continúo. Un súbito movimiento frente a mi hace que me pare y preste atención. Es uno de ellos. No sé cómo, ha salido de la jaula y sé que está esperándome. 

Trago saliva y me acerco al lugar donde está lo que busco. Una estantería metálica cubierta de telarañas. Varios botes de vidrio se amontonan en sus estantes. Algunos tienen años y cuando alumbro con la linterna, puedo adivinar lo que contienen.

Pequeñas esferas de color rojizo, descoloridas por el paso del tiempo, que parecen mirarme con unas pupilas muertas. Alargo la mano para coger uno de ellos, que parece que su contenido será parte de la cena de hoy. No entiendo cómo nadie puede animarse a comer semejante cosa, pero sé que a mi familia les encanta.

Noto como un escalofrío recorre mi cuerpo y me apresto a sujetarlo con fuerza. Pero noto algo detrás. Un movimiento suave, como de algo que se arrastra hacia mi. El miedo me paraliza, hace que una gota de sudor caiga por mi espalda.

Me giro lentamente, esperando ver los ojos rojos de esas criaturas que, en un momento u otro harán que sea yo su alimento, en lugar de ser ellos quienes acaben en nuestro plato. Son pequeños, peludos, y sus dientes se muestran dispuestos a acabar con todos nosotros… Ahí, en sus jaulas, esperando, maquinando su venganza.

Y de repente, la atronadora voz de mi madre invade el sótano con su característico acento del Sur.

- Pero… ¿Estás otra vez jugando con los conejos? ¡A ver si me va a tocar bajar a mí a por el bote de tomates! ¡Date prisa que en nada llegan los tíos y querrán cenar! Jozú… siempre que baja al sótano lo mismo…